De Jenin, donde no dormimos, llegamos a Nablús. Allí nos recibió A., ahora de gira por Europa denunciando la ocupación en Cisjordania y la situación de los campos de refugiados, donde él vive. Con 16 años sufrió en sus propias carnes lo que tantos jóvenes ya le habían contado: una detención administrativa. Cuatro meses. Durante el día, con un tremendo calor, lo ponían bajo el sol. Con las manos en la espalda, en posición forzada. Recibía golpes con mucha frecuencia. Le preguntaban cosas que él no sabía responder. Por la noche, en una habitación de 1 x 2 metros compartida por 3 ó 4 presos. Sin espacio para tumbarse todos a la vez. Sin tiempo ni lugar para orinar. Y así, como digo, cuatro meses. Menos mal que durante el cerco a Nablús (2000-2008), consiguió un “DNI” de Jericó y se pudo mover con mayor tranquilidad. Esa noche estuvimos charlando y tomando unos helados con A., la única distracción nocturna en las cercanías de Askar I y II, donde fuimos acogidos por la Asociación de los campos de refugiados. Para llegar a la heladería transitamos por caminos sin iluminación por donde grupos de mujeres y niños andaban con total normalidad.
Tras la primera noche en Nablús vino un viernes. Día en que todo está cerrado. Por tanto ni podríamos ver la universidad, ni nada de lo que teníamos programado. Pero conseguimos concertar una visita a la comunidad samaritana que, al menos hasta el mediodía, podría recibirnos, antes de empezar su particular sabath.
Lo cierto es que ese pueblo no tenía nada que ver con todo lo que le rodeaba. Se veían buenos coches, buenas casas, buena ropa y buenas cervezas. A la entrada un chekpoint. En él tuvimos un pequeño conflicto. Los militares israelíes, jóvenes, argentino alguno de ellos, no dejaban pasar a uno de nuestros acompañantes. Éramos 12 españoles (11 + 1 vasco) y 3 palestinos. Porque no. Y punto. Sólo dos. A. decidió llamar al jefe de los samaritanos. El hombre se acercó en su coche hasta el control militar, habló con los soldados y nos permitieron pasar a todos. Eso sí: nos retuvieron los pasaportes y, en el caso de nuestros anfitriones, sus respectivos documentos de identidad.
Llegamos pues al monte de Gerizim, junto a Nablús. Sólo quedan unos 750 samaritanos, 450 de ellos allí, el resto en Holon. Para no extinguirse y sanear su genética trajeron hace no mucho mujeres de Ukrania, Sibera, etc…, seleccionadas a través de catálogos en una agencia de Tel-Aviv o internet, para seguir procreando samaritanos.
Tienen unas creencias similares a los judíos, pero no lo son por una diferencia en las ramas de sus árboles genealógicos. Dicen provenir de Isaac. Pero hablan árabe. Dicen llevarse bien con todos, y a todos están agradecidos. Tiene los dos documentos de identidad: el palestino y el israelí, con quienes quieren la paz. Se consideran la Suiza de Oriente Medio. Usamos móvil, facebook, nos contaba el jefe máximo, aunque realmente esto lo hemos vimos también en los palestinos que tienen acceso a la red.
Al voler a atravesar el checkpoint (no nos quedaba otra si queríamos recuperar los pasaportes) los militares fueron raudos en entregarnos nuestra documentación, pero no así la de nuestra encantadora y plurilingüe acompañante palestina, la de su hermano y la de A. No las encontramos, decían burlándose de ellos. Así, tras insistir, presionar con mucha sutilidad y mantener el temple y la paciencia, les entregaron sus respectivos documentos de identidad. (En la imagen el momento justo en que esto ocurría).
Sebastia, un pueblo con ruinas de más de 10.000 años (romanas, herodianas, bizantinas, helenísticas...) de incalculable valor, pero medio abandonadas por culpa de la negativa de las autoridades israelíes para conservarlas o incluso permitir que Grecia construya una importante iglesia ortodoxa para esta confesión donde consideran que Jesús fue bautizado. Nada que pueda fomentar el turismo en Palestina será facilitado. Está claro. Allí se supone fue decapitado y está la tumba de San Juan Bautista, Yahya en el Corán (aunque mayoritariamente se cree que está en Damasco), teatros y circos de la época de Herodes, las columnas entre las cuales algunas imaginaban bailar a Salomé.
Por supuesto, cerca se divisaban asentamientos y nuestros acompañantes no se cortaban un pelo a la hora de denunciar el robo de ganado, tierras y la tala de olivos por parte de los colonos, en su mayoría rusos. Aquí no vienen los rabinos ni los ultras de Jerusalén. Les inculcan odio y los mandan para acá.
En Sebastia nos invitaron a comer. Cada viernes lo hacían con todos los voluntarios, que poco a poco fueron apareciendo y llegaron a sumar decenas y decenas. Junto a ellos tomamos nuestros shawarmas, charlamos con algunos y nos enteramos de que esa misma noche una orquesta de músicos franceses pondría sonido a unas películas de cine mudo que se proyectarían en uno de lo monumentos del pueblo. Allí estuvimos.
Tras la primera noche en Nablús vino un viernes. Día en que todo está cerrado. Por tanto ni podríamos ver la universidad, ni nada de lo que teníamos programado. Pero conseguimos concertar una visita a la comunidad samaritana que, al menos hasta el mediodía, podría recibirnos, antes de empezar su particular sabath.
Lo cierto es que ese pueblo no tenía nada que ver con todo lo que le rodeaba. Se veían buenos coches, buenas casas, buena ropa y buenas cervezas. A la entrada un chekpoint. En él tuvimos un pequeño conflicto. Los militares israelíes, jóvenes, argentino alguno de ellos, no dejaban pasar a uno de nuestros acompañantes. Éramos 12 españoles (11 + 1 vasco) y 3 palestinos. Porque no. Y punto. Sólo dos. A. decidió llamar al jefe de los samaritanos. El hombre se acercó en su coche hasta el control militar, habló con los soldados y nos permitieron pasar a todos. Eso sí: nos retuvieron los pasaportes y, en el caso de nuestros anfitriones, sus respectivos documentos de identidad.
Llegamos pues al monte de Gerizim, junto a Nablús. Sólo quedan unos 750 samaritanos, 450 de ellos allí, el resto en Holon. Para no extinguirse y sanear su genética trajeron hace no mucho mujeres de Ukrania, Sibera, etc…, seleccionadas a través de catálogos en una agencia de Tel-Aviv o internet, para seguir procreando samaritanos.
Tienen unas creencias similares a los judíos, pero no lo son por una diferencia en las ramas de sus árboles genealógicos. Dicen provenir de Isaac. Pero hablan árabe. Dicen llevarse bien con todos, y a todos están agradecidos. Tiene los dos documentos de identidad: el palestino y el israelí, con quienes quieren la paz. Se consideran la Suiza de Oriente Medio. Usamos móvil, facebook, nos contaba el jefe máximo, aunque realmente esto lo hemos vimos también en los palestinos que tienen acceso a la red.
Al voler a atravesar el checkpoint (no nos quedaba otra si queríamos recuperar los pasaportes) los militares fueron raudos en entregarnos nuestra documentación, pero no así la de nuestra encantadora y plurilingüe acompañante palestina, la de su hermano y la de A. No las encontramos, decían burlándose de ellos. Así, tras insistir, presionar con mucha sutilidad y mantener el temple y la paciencia, les entregaron sus respectivos documentos de identidad. (En la imagen el momento justo en que esto ocurría).
Sebastia, un pueblo con ruinas de más de 10.000 años (romanas, herodianas, bizantinas, helenísticas...) de incalculable valor, pero medio abandonadas por culpa de la negativa de las autoridades israelíes para conservarlas o incluso permitir que Grecia construya una importante iglesia ortodoxa para esta confesión donde consideran que Jesús fue bautizado. Nada que pueda fomentar el turismo en Palestina será facilitado. Está claro. Allí se supone fue decapitado y está la tumba de San Juan Bautista, Yahya en el Corán (aunque mayoritariamente se cree que está en Damasco), teatros y circos de la época de Herodes, las columnas entre las cuales algunas imaginaban bailar a Salomé.
Por supuesto, cerca se divisaban asentamientos y nuestros acompañantes no se cortaban un pelo a la hora de denunciar el robo de ganado, tierras y la tala de olivos por parte de los colonos, en su mayoría rusos. Aquí no vienen los rabinos ni los ultras de Jerusalén. Les inculcan odio y los mandan para acá.
En Sebastia nos invitaron a comer. Cada viernes lo hacían con todos los voluntarios, que poco a poco fueron apareciendo y llegaron a sumar decenas y decenas. Junto a ellos tomamos nuestros shawarmas, charlamos con algunos y nos enteramos de que esa misma noche una orquesta de músicos franceses pondría sonido a unas películas de cine mudo que se proyectarían en uno de lo monumentos del pueblo. Allí estuvimos.
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