Hace unas semanas, poco antes de las vacaciones navideñas, aterrizó en mi buzón una carta dirigida a un individuo con mis mismos apellidos pero distino nombre, aunque éste empezaba por la misma letra. Ahí se quedó, no se porqué. Supongo que imaginé que era publicidad y simplemente se habían equivocado de nombre, sacándolo de a saber qué base de datos. Se trataba de una compañía de seguros y pasé de leerla.
Cuando cursaba 8º de EGB, una compañera de clase se me acercó un día para decirme que a otra alumna, repetidora, muy atractiva y casi desconocida para mí, le hacía tilín. Me quedé un poco de piedra y no reaccioné, debido a mi falta de experiencia en el arte del ligoteo y mi aguda timidez. Al cabo de dos semanas me volvió a insistir advirtiéndome de que se acababa el tiempo. Se cansaría de esperar. Tenía que pedirle salir.
Armado de valor una tarde la acompañé, seguidos por un séquito de amigas (suyas), hasta su casa al acabar la jornada escolar. Sudando y con un evidente tartamudeo le pedí, ya no salir (me hubiera llevado meses de preparación y algo más de valor) sino sencillamente ir al cine. Dijo que sí y quedamos el siguiente viernes para ver Las Tortugas Ninjas III. Conseguí reunir a lo largo de la semana con un tremendo esfuerzo las 700 pesetas que me costarían las dos entradas, porque como buen caballero la había de invitar.
Allí estaba: perfumado, recién duchado, bien peinado, con los zapatos limpitos, con el doble de pulsaciones de las normales, solo y con cargo de conciencia tras haber mentido a mis padres sobre la finalidad de mi salida. Por mi cabeza pasaban imágenes de series de TV y películas en las que el chico posa su brazo, aprovechando el estiramiento propio del bostezo, en el hombro de la chica. También imaginaba un romántico beso de tornillo, más cercano a la utopía que a la crudeza de los hechos que se avecinaban. Llegó la hora H y no apareció. Ni entonces ni nunca: me plantó.
Pasé pues a la película que proyectaban en la otra sala y que comenzaba 20 minutos después: Made in America. Al poco de sentarme empecé a escuchar risas. Me giré y ví a todas las amigas, al séquito, a las palmeras descojonándose a mi costa justo en la fila posterior. Acabé de hundirme en la vergüenza, en la miseria, quise que la tierra me tragara, sentí angustia.
Ayer me dio por abrir la carta y enseguida advertí que no estaba dirigida a mí. Por el prefijo local del teléfono del destinatario que aparecía en el interior deduje que era de mi pueblo, que no es donde vivo. En la lista de asegurados que se detallaban aparecía su nombre, el de ella: la que me plantó. En una de estas casualidades de la vida el nombre de la calle y el número de mi casa coinciden con la suya, en localidades diferentes. Y el código postal contiene los mismo números en diferente orden. Entonces recordé que los apellidos de su padre coincidían con los míos y que esa calle la solía frecuentar cuando iba camino del Poli para jugar al baloncesto buscando encontrarme con ella tan sólo para verla. Aunque le guardé rencor durante un largo tiempo, no me la podía quitar de la cabeza.
Luego, al cabo de los años, tuve algún encuentro con la ya mujer en cuestión, aunque sin tratar aquel conflicto en ninguna de nuestras escasas convesaciones. Después un hijoputamontaoenunruido que fue novio suyo me propinó un doloroso puñetazo en el ojo izquierdo sin venir a cuento.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
PD: ¿Qué coño hago con la carta?