Vivimos en una sociedad que da por sentadas multitud de cosas. Dudar sobre la necesidad o la utilidad de determinados hábitos o estructuras de la misma o de la dirección que como colectivo tomamos no está bien visto. Más bien, no está. Es fácil que te consideren un bicho raro si no sigues las modas primavera-verano-otoño-invierno, si no tienes coche, gafas de pasta, si no desfasas con amigos muy machotes en una despedida de soltero, si no pagas hipoteca o ayudas a perpetuar la especie cuando cumplas los 40 años, si no luces cada cierto tiempo unas buenas deportivas o un móvil de última generación, si no vociferas que todos los políticos son iguales, aunque los tuyos un poco menos (porque no podemos permitir que ganen los malos-malos), si no maldices tu trabajo mientras huyes a la playa por vacaciones, si no pillas una buena borrachera el fin de semana o si no alabas las bondades de una jefatura del Estado hereditaria. Casi todo vale si se excusa con “es lo que se lleva”, “es conveniente para la estabilidad de la nación” o con un simple “si lo hace todo el mundo será por algo”, “es natural” o “de sentido común”.
También, como todos sabemos que es el sistema menos malo, damos por hecho que el libertinaje de mercado nos conviene. Que se ha demostrado que el socialismo ha fracasado y no hay alternativa. Los que manejan los hilos del tinglado (entre otras razones porque les dejamos y porque si tuviéramos la oportunidad seríamos uno de ellos) se frotan las manos con la inercia que toma la masa y que les favorece siempre, en las duras y en las maduras.
Vivimos en una sociedad que ve normal que quienes reciben como préstamo, y con unas excelentes condiciones, un 15% del PIB del país no se comprometan a cambiar sus prácticas irresponsables y además pretendan que no se conozcan sus caras y sus nombres, no vaya a ser que genere desconfianza en los potenciales clientes. Porque también damos todos por hecho que la confianza en el mercado es imprescindible para salir de la crisis. La confianza de los ciudadanos que tienen que seguir consumiendo. Consumir: la necesidad fisiológica, principalmente en el humano occidental, más importante después de respirar. Pero sobre todo la confianza de los especuladores apátridas, anónimos y sin rostro que están cómodamente apoltronados en su butaca, con el dedo índice sobre la pantalla táctil del portátil dudando si vender aquí o allá algo que nunca verán ni tocarán.
Y finalmente, y es a lo que iba, se entiende lógico que en una provincia de las profundidades de España un solo tipo posea los periódicos, radios, televisiones privadas más importantes, un potente club de balonmano (subsidiado por el gobierno autonómico), un aeropuerto que antes de contar con los permisos necesarios ya ha contratado a 300 personas que ahora suspiran por su futuro, etc. En definitiva: un musculoso brazo económico y mediático que le protege de toda crítica porque, además, o más bien como no podía ser de otra manera, los políticos de turno se rinden a los pies de quien ostenta estos dos poderes que, al margen de todo control democrático, son mucho más decisivos que los que se renuevan cuando cada cuatro años un domingo de resaca acudimos al colegio de nuestro barrio. Los ciudadanos de a pie asisten a la fiesta tras pagar su entrada y se han de conformar con ser meros espectadores y sus empleados directos (porque al final lo acabamos siendo casi todos) no pueden hacer otra cosa que procurar no enfadar al amo, que pone los límites a su libertad de expresión.
¿Se puede considerar a este señor un capo como se le adjetiva en el polémico, valiente y meneado post? En mi opinión, de momento no, porque todo lo que sabemos que ha hecho parece pasar por el filtro de la legalidad que nos hemos dado. Porque es lógico que a uno le pongan de patitas en la calle si muerde la mano que le da de comer. ¿A quién se le ocurre? ¿En qué estaría pensando? Ni que fuera un funcionario que, al parecer, son los únicos que pueden poner a parir a su jefe o acordarse de la madre del ministro del ramo sin temer represalias. Aún así, porque se ha atrevido a decir, pocas horas antes de ser fulminantemente despedido, en voz alta y de forma (¿demasiado?) contundente lo que muchos cuchicheaban con temor, yo también soy Carlos Otto.