En el Monte de los Olivos, donde cuentan las escrituras que Jesús de Nazaret fue arrestado, se encuentra la iglesia de la Agonía, muy oscura y con un cura mandando callar a todo aquel que supere los 20 dB; también el huerto Getsemaní , con imponentes olivos centenarios, y la iglesia del Padre Nuestro, donde se puede leer la famosa oración cristiana en lenguas tales como el mallorquín, el asturianu o el euskera, aunque, como decía nuestro amigo vascoparlante Iñaki y una señora que por ahí pasaba, la traducción era pero que muy mala.
Ahí empezó nuestra ruta por los lugares sagrados de las tres religiones monoteístas con más seguidores. Era Sabat y no funcionaban ni los cajeros. En el Muro de las Lamentaciones las normas eran más estrictas si cabe que la nueva ordenanza de movilidad de Ciudad Real y las tensiones interreligiosas eran palpables tan sólo escuchando al guía cristiano que nos acompañó y que no desaprovechaba el momento de poder poner verde a alguna de las otras dos confesiones. Decía que los judíos rezaban en la parte del muro más cercana a la explanada de las Mezquitas sólo por joder, que no estaba demostrado que el templo de Jerusalén estuviera allí.
También le concedimos la oportunidad de que cuestionara la historia de la mezquita de Al-Aqsa y de que nos diera todo lujo de detalles sobre las costumbres de los ultraortodoxos, sobre todo aquellas relacionadas con lo sexual: que si la sabanita con el agujero, que si el cabello rapado de las mujeres, que si infidelidades, prostitución antes del matrimonio… En fin, que el hombre se desahogó con nosotros describiéndonos las pajas en los ojos ajenos.
Luego vinieron las experiencias inesperadas. Saliendo por la puerta de Damasco decidimos conocer algo de la ciudad moderna. Al azar escogimos una dirección y nos adentramos casualmente en un agitado barrio ultraortodoxo. Había dos protestas vigiladas muy de cerca por la policía y el ejército. En una de ellas cientos de judíos ultraortodoxos se manifestaban contra un parking recientemente inaugurado y que no cerraba en sábado. Llovió alguna que otra piedra y miles de gritos de ¡Sabat, sabat! contra los conductores que osaban pasear su coche por allí.
Una señora, indignada con los manifestantes y orgullosa de su sionismo, los acusaba de ser enemigos del Estado de Israel por intentar imponer sus leyes sagradas al resto de la población y no reconocer la existencia del Estado hasta la vuelta del Mesías. Y así, estimulados por los continuos contrastes de la ciudad, asustados por las intransigencias de las que pecan todas las religiones y escandalizados con las redes con las que los árabes tiene que protegerse de la basura que arrojan los colonos, volvimos para Belén. Al día siguiente volveríamos para conocer la opinión de un sector minoritario de la sociedad hebrea contraria a la ocupación.
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